lunes

“EL” DOMINGO DE ISTELMO PAREDES

Pelo cano engominado, angosto bigote sobre el labio superior de su pequeña boca, el inspector de cubiertas antiguas de Madrid, reza un rictus atípico en su cara.

Hoy no era día para ir a sus cubiertas, ni revisar tejas, ni mirar al cielo. Desencajado de rabia, se vestía esta mañana de Domingo, con más silencio que lo habitual. Perdida su mirada en el vacío, taciturno, sin haber podido conciliar el sueño en los últimos tres días, rasuró su barba, se echó unas gotas de colonia y se puso su mejor traje.

Bajó las escaleras de su edificio pisando firme, con sus zapatos lustrosos. Al salir del portal, la puerta de forja y vidrio se cerró tajantemente sellando con su ruido al silencio sepulcral del edificio.

Hoy es el primer día de sol. Los almendros de la ciudad ya están en flor.

Cruzó la plaza e ignoró a las palomas. Con el documento de identidad en su bolsillo derecho del traje, puso rumbo por las angostas calles hacia la escuela del barrio.

No miró a nadie, nadie lo miraba. Nadie se miraba.

Al llegar a la escuela intentó reconocerla, hacia muchos años que no iba a ella. Sin titubear entró con la multitud y sin preguntar revisó las listas hasta encontrarse. Se dirigió al aula que le correspondía. Al entrar, no saludó a nadie. Presentó su DNI habilitándose para votar. No tardó mucho, ingresó en el cuarto oscuro y se precipitó por la papeleta, la metió en el sobre, lo cerró y se dirigió a la urna.

Al introducir su voto sintió como su cuerpo se relajaba, su rictus cambió inmediatamente. Antes de retirarse dijo: “¡muchas gracias!”.

Volvió por las mismas calles, saludó tímidamente a los conocidos a su paso. Cruzó la plaza. Luego, decidió abrir de par en par la puerta del portal de su edificio. Subió la escalera, entró en su casa y dejando la chaqueta del traje en una silla, aflojó el primer botón de su camisa.

En el espejo del salón, vio su rostro, antes de ir al baño abrió las ventanas.

Más rápido que lo habitual enjabonó su cara y afeitó el bigote.

Salió de casa nuevamente y cruzó a la plaza. Se sentó en un banco y con la mirada menos perdida, observaba el vuelo de las palomas, mientras pensaba: "...en verdad no hay animal que haga daño, somos los humanos la única especie capaz de barbarizarnos, de destruirnos, en nombre de abstracciones incomprensibles…..quizás las palomas hayan hecho bien en matar involuntariamente a mi mujer, porque esto no lo hubiera soportado”.

Volvió a su casa al rato, y puso la radio para enterarse de la evolución de las votaciones. Mientras, se dormía distendido, esbozando una sonrisa de complicidad como jamás la había podido tener antes.

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